00:00 h. jueves, 28 de marzo de 2024
José Luis Poyal Costa

AGRESIVIDAD POLÍTICA

Doctor en Derecho, Licenciado en Periodismo, Profesor Universitario.

José Luis Poyal Costa | 11 de enero de 2016

ASSOPRESS

         Cuanto más complicada se encuentra la convivencia nacional, el deterioro de las instituciones, la quiebra de la moral pública, la insolidaridad territorial, el desprestigio de los signos nacionales y continúan sin reducirse los índices de pobreza, de desempleo, de fraude, corrupción y de demagogias partidistas, más parecen aumentar los niveles de agresividad desde todos los ángulos políticos y sociales.

         Nuestros hombres públicos y, desgraciadamente también, una parte de ciudadanos,  han optado por el insulto sistemático, la  descalificación total, que en caso de mínima credibilidad, debiera conducir a llevar al sujeto calificado directamente al juzgado de guardia, o a algún centro de reeducación social básica.

         La lista de improperios más al uso, incluye perlas tan expresivas como: intolerante, machista, destructivo, mentiroso, imbécil, fariseo, demagogo, racista, xenófobo, homófono, ruín, mezquino y otras lindezas que se pueden añadir al inventario de insultos con que se obsequian y reciben muchos políticos y ciudadanos en el ejercicio del quehacer político o de la crítica por la gestión publica. Hay quienes recurren, como ayuda, al Catálogo General de Insultos, libro de Pancracio Celdrán, con 350 páginas que  recogen palabras y expresiones peyorativas.

         Alguna de estas afirmaciones puede comprobarse echando una ojeada a las redes sociales: determinadas reacciones y comentarios con ocasión de las elecciones generales, producen auténtico bochorno respecto al nivel de degradación civil y da la sensación de que colectivamente estamos perdiendo elementales conceptos éticos.

         ¿Por qué ocurre tanto desbarre, tanta violencia verbal gratuita? Por falta de educación, como primera respuesta, pero también hay que añadir los malos ejemplos de muchos políticos que, en la pura confrontación política, no dudan en recurrir al insulto cuando faltan argumentos.

         Un articulista ejemplar, Justino Sinova, recordaba como Alfonso Guerra llamaba “golpista” y “tahúr del Misisipi”, a Adolfo Suárez, el hombre que hizo posible la Transición.

         También la violencia verbal se ve favorecida por ese tóxico adormecimiento de gran parte de la opinión publica, que aguanta carros y carretas, sin censurar ni revolverse, contra tanta actitud censurable de hacer campañas, con mentiras incluidas, utilizando el combustible mediático como acelerador.

         Ahora mismo el hombre más insultado, por tirios y troyanos, por la oposición, naturalmente, y por algunos de la derecha, es el jefe de Gobierno, Mariano Rajoy. Ataques que subirán algunos grados conforme se aproxima la investidura o la convocatoria a las urnas. El último calificativo ha sido el de “inverosímil”. Mejor sería aplicar el epíteto a la situación del país, ya que frente a los dos grandes problemas: el paro y el secesionismo, la clase dirigente prefiere entregarse a la descalificación del contrario para alcanzar el poder y haciendo gala de su incapacidad de consenso.

         La diferencia entre crítica e insulto no es tan corta, como algunos pretenden como excusa, la línea roja se traspasa con demasiada facilidad.

         Mal andamos cuando se utiliza la crispación como recurso instrumental de la acción política.

 

​(*) Periodista. Historiador. Profesor Universitario​

Otras opiniones
Autores de opinión
Facebook