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Francisco Javier González

SALVADOR “PALOMO” Y EL CACIQUE (1)

Soberanista

Francisco Javier González | 18 de febrero de 2016

SALVADOR “PALOMO” Y EL CACIQUE

 

 Vine a Hermigua para dar a mi periódico una crónica de la constitución de una muy interesante iniciativa del alcalde D. Antonio Fagundo Fragoso llamada “PRO-CULTURA”, para llevar la enseñanza a este pueblo carente de escuela primaria. Es una Comisión paritaria en todo, acorde a los nuevos tiempos que tenemos ahora por 1924.- La forman 12 personas, 6 del Valle Alto y 6 del Valle Abajo, y son además 6 hombres y 6 mujeres que han contratado a dos maestros palmeros, D. Manuel Durán y D. Manuel Medina para dar clases, empezando desde las 8 de la mañana hasta por la noche a las 12, para que puedan asistir obreros. La cuota establecida es de 2 pesetas por familia y mes, bastante asequible pues muchas mujeres ganan peseta y media al día en los empaquetados. Tomando notas para la crónica me enteré de una curiosa anécdota de un trabajador de la carga, llamado Salvador Palomo,  el cacique D. Ciro Fragoso y mi  ilustre amigo D. Emilio Calzadilla Dogour, que fue notario de este pueblo. La gente es remisa a contar nada que tenga que ver con D. Ciro, pero encontré a otro trabajador, compañero de El Palomo que me relató, con pelos y señales, la historia. Con la taquigrafía que, afortunadamente, dominaba, esencial para mi profesión, procuré coger lo más fielmente que puedo la historia que transcribo por su interés, conservando en lo posible la peculiar forma de hablar de nuestros campesinos.

SALVADOR PALOMO

¡Pues claro que sí, cristiano! Es como se lo cuento. Bien que me acuerdo de la machanga que le plantó mi compadre Salvador “Palomo” al cacique aquel día, pero pa’entenderlo completo tiene que darse cuenta de quién era el tal Don Ciro y quien era Salvador y porqué le salió la volada aquella, pero contárselo lleva su rato. Tengo que principiar con lo de Cuba, luego como eran las cosas aquí en Gomera y, además, como eran los caciques y sus tejemanejes y la trancadera que teníamos con’ellos.

Salvador Santos Fernández, padrino de mi hijo Luis cuando lo cristianaron y por ello compadre mío, no es hermigüense. Nació en La Villa, allá por el 1874. Por eso, si lo quería ver encochinado, le cantaba aquella copla que dice: “De la Villa, soy villano/ de Alajeró, lagarterode Chipude, chipudano/ y de Hermigua, caballero”.  Lo de “Palomo” debe venirle por parte de padre, que los Santos, al ser villeros,  no sé como se les llama de sobrenombre. De madre no, que dicen que era de Hermigua, y los Fernández, aunque los hay del Valle Alto, casi todos son de Ibo Alfaro o de Piedra Romana y, o son “Curitas” o “Rabocochino”, pero no “Palomos”.

Ya de muchachón mi compadre era alto y huesudo, y de joven, al ir ganando encarnadura se hizo un cacho de hombre que, con una guataca en las manos, él solito hacía una sorriba. Tanto era que ya algo mayor, y asigún cuentan por una apuesta, se fue a una pega p’al Hierro con un herreño que tenía la fama de ser el más fuerte de pa’llá. Era levantar una barrica llena de vino en un pueblo que llaman El Pinar y le ganó de largo al herreño. Allá, y por aquello, pasó una buena temporada y hasta tuvo un hijo herreño al que más tarde reconoció. Criado como todos nosotros sin conocer las letras y firmando con el dedo cuando era menester, se tuvo que poner a trabajar a destajo de lo que saliera desde los 8 años, casi siempre por uno o dos reales por una jornada de ocho horas, y menos mal que no era hembra que, desde esa edad, en que ya podían hacer mandados y cargar, las embarcaban pa’Tenerife a casa de unos señores gomeros de la Villa, los Cubas, que tenían casa y comercio en Santa Cruz y familias por Cuba o a otros recomendados pa'que al menos tuvieran sustento diario, aunque su hermana, Mariana Bruna, no se fue pa’Tenerife y aguantó como pudo en Gomera.

CUBA

El mayor de los hermanos Palomo, jarto de joderse el lomo dando mandarria por dos reales o de pasarse desde la madrugada jalando del remo pa’garrar cuatro pejes, se fue pa’Tenerife. Como allí tampoco encontraba acomodo decente pa’vivir, traspuso pa’Cuba en 1886. Como no tenía suficiente pa’pagar el vapor correo que salía desde Cádiz y pasaba por Tenerife alrededor de los días 24 de cada mes,  tuvo que salir desde La Palma,  puerto de donde más veleros hacían el viaje en unos 30 días  hasta Baracoa y luego a La Habana. Sus últimos reales los gastó en los diez días de espera pa’l embarque que pasó en Benahoare y en comprar una fanega de gofio de millo por si se prolongaba la travesía, que nunca se sabía de antemano que calmas podían encontrarse. Embarcó en la barca “María de las Nieves” que llevaba unos 150 pasajeros de varias islas y unas cuantas toneladas de cebollas.

 Salvador pensaba hacer lo mismo pero estalló otra vez la Guerra en Cuba y nos quintaron a los dos, asigún decían pa’servir al Rey en la manigua durante tres largos años. Los  que no teníamos 2.000 pesetas pa’la que llamaban “redención en metálico” o  para pagar un “sustituto” y quedarnos  en nuestra tierra, teníamos que servir o que declararnos prófugos y darnos a la fugona, salvo los lambeculos o la parentela del caciquerío que esos ni siquiera salían en las listas. En el caso del Palomo, lo mismo que en el mío, ni vendiendo los pedacitos que pudiera tener entre toda la familia por esos ancones sacábamos pa’eso. Imposible pa’los padres que ganaban unos míseros 4 o 5 reales, rara vez peseta y media,  por un jornal diario de sol a sol, y eso el día que había trabajo. Se notaba que la guerra iba mal pa’los españoles porque a mí me reclutaron con 19 años, pero el Palomo tenía ya 21 cumplidos y lo garraron aquí en Hermigua en que estaba trabajando, paredando a piedra seca unos terrenos sorribados,  en una rebusca de gente que no había sido quintada con la Ley anterior a la del 96 o que los habían dado por exentos en el Ayuntamiento. Yo me creo que se había venido pa’Hermigua pa’que, si el ayuntamiento villero lo daba como ausente,  no lo quintaran.

El día de la partida de Hermigua nos pusimos de acuerdo pa’dir juntos. Salimos con la fresca llevando cada uno su zurrón bien lleno de gofio millo, unos cachos de queso duro de armadero y un barriletito -de’sos que hacen los palmeros pa’colgar al costado- con vino del Palmar de Ajen pa’que, tras traspasar la cumbre, al bajar por Aguajilva, que llega uno todo desbambarriado, poder matar el jilorio. Acostumbrados que estábamos a hacer ese camino cargados como burros con un saco de papas y descalcitos, tardamos menos de tres horas en llegar a la Villa. Allí hicimos noche en el llamado Castillo de Los Remedios con más quintos gomeros y, por la mañana, salimos pa’Tenerife en el velero “María Luisa” que venía de La Palma con otros quintos palmeros. Yo nunca había navegado, aunque a nadar si había aprendido en La Caleta. El Palomo era más hombre de tierra que de mar, aunque me parece que más de una vez había salido de pesca en la Villa pero nunca en un barco de altura y menos con el mal tiempo que teníamos. Así, a mitad de la travesía, frente a la Punta de la Rasca, de tan mariaditos parecíamos pejes verdes. Menos mal que en la Villa no nos habían dado pa’desayunar ni un fisco de tabefes con gofio, porque así teníamos menos que echarles pa’los pescados.

Al llegar nos llevaron a un cuartel que llaman de San Carlos. Allí ya habían más gomeros, herreños, palmeros y gente de Tenerife a la espera del barco pa’Cuba. Nos dieron a todos lo que llamaban “el equipo”. Dos pantalones y dos blusas azules de mil rayas –que luego, en Cuba, nos dijeron que se llamaba, vaya usted a saber por qué, “de coleta azul”- con unas polainas y unos borceguíes, unas lonas “guajiras”, sombrero de jipijapa con un trapito encarnado por un lado que llaman la escarapela que, cuando llegamos a Cuba estaba jecho un caquero, correa de cuero negra con dos cartucheras y unos tirantes. Nos dieron también una manta, un morral de macuto de lona con gutapercha pa’que no se mojara el contenido, una bota de cuero pa’l vino, una fiambrera, un vaso y una cuchara y, de armamento, un fusil máuser y un cuchillo bayoneta. Pa’dirnos acostumbrando, después de un agua de pasote y unas galletas como riscos de desayuno, toda la mañana se pasaban metiéndonos candela con la instrucción. El Palomo y yo nos dimos un salto a La Laguna, a una molineta que hacía toda clase de gofios, pa’comprar uno de millo porque no teníamos costumbre del de trigo que nos parecía amargo. Al mediodía, un potajito que llamábamos “d’enredadera”, porque nadie sabía de que matas estaba cocinado y que no se parecía al de tagarninas y papas que comíamos en Hermigua. Dispues venía arroz unos días y garbanzos con tocino otros y de compaña, pa’no enñugarnos, una cuarta de un vino del que llamaban aguapata que parecía na’más que medio hecho. En verdad que no nos podíamos quejar.

 Ahora, usted perdone, le contaré más cosas mías que del Palomo porque, en Tenerife, aunque los dos díbamos pa’Cuba, tuvimos que separarnos. Le cuento mis pesares pa’que entienda lo que era aquello de la Guerra a la que nos llevaron por ser como cabras jairas y no guanilas. A Sebastián lo mandaban al Batallón Simancas, fijo en Santiago de Cuba y embarcó en el vapor “Buenos Aires”, mientras que yo fui destinado a la recién formada “8ª Compañía” expedicionaria que iba a reforzar al Batallón Provisional de Cuba destinado en La Habana y formado, sobre todo por canarios. Estábamos muy remezclados ya que, de los más de 200 soldados de segunda de esa 8ª Compañía, los habían desde casi niños de 18 años sin instrucción militar a los que ya tenían los 30, con muchos veteranos reenganchados que se ofrecían de sustitutos de los que tenían reales pa’pagarlos y quedarse en sus casas embujerados. Toda esa gente pa’la guerra dejaba a las islas, que ya habían perdido muchos brazos, con los campos balutos y las familias en la miseria. Los reenganchados nos decían que las guerras en Cuba se habían tragado ya más de 100.000 pobres soldados, aunque la mayoría  fueron por enfermedades, sobre todo la fiebre amarilla y el paludismo, o por puro agotamiento. El consejo era que, por más hambre que tuviéramos, las frutas del país ni tocarlas, ya que unas daban cagalera que duraba y otras que no conocían, na’más comerlas la palmábamos.

Salimos de Tenerife el 30 de agosto de 1896 en el “San Agustín”, un barco que hacía los viajes a Filipinas de la Compañía Trasatlántica y que, por la guerra, transportaba tropas a Puerto Rico y Cuba. El día antes, en la Orden del Día, el capitán nos leyó una despedida que nos dedicaba el Gobernador Militar de la Provincia, el general de división Don Ignacio Pérez Galdós, que era de Las Palmas. Nos decía el general que dibamos a combatir por la honra de la Patria en una campaña fácil y gloriosa que estaba ya pa’acabarse, que en el Batallón que nos esperaba en La’Bana todos, desde los jefes y los oficiales hasta los soldados, eran canarios y que volveríamos vencedores pa’terminar deseándonos felicidad de todo corazón. ¡Carajo que labia la del general que nos hizo creer que aquello de Cuba era un regalo que nos caía del cielo! Nos llevaron luego todos los que salíamos pa’Cuba, en formación pero sin armamento, hasta la Iglesia de la Concepción donde nos dijeron una misa y nos dieron a cada uno un escapulario, decían que era pa’que no nos dañaran las balas, y nos repartieron tabaco y otros regalos que habían comprado con 1.500 pesetas que los paisanos habían aportado y 600 pesetas más que daba el Ayuntamiento de Santa Cruz. Eso, y el rancho especial con carne cochino y vino de verdad, fue lo mejor del día.

Nos tocaron diana a las cinco de la mañana y salimos del Cuartel de San Carlos a las seis y media. Delante, tocando y trompetiando, una charanga del Batallón de Cazadores regional, detrás la escuadra de gastadores, el Capitán y todos los oficiales y, tras ellos, nosotros, como ovejas pa’l matadero. Así nos pasearon por medio Santa Cruz. Pasamos el puente a la calle de la Noria, la calle Cruz Verde y la Plaza de la Constitución hasta frente del Castillo de San Cristobal. Allí, con el público becerreando vivas a España, al Ejército y a las Islas Canarias y con el cura, el alcalde y los concejales despidiéndonos, nos embarcamos. Hasta que el barco salió a las dos de la tarde quedaba gente en el muelle, muchas madres llorando y otros dándonos ánimo. Muchos de nosotros teníamos hermanos en Cuba y nos preguntábamos ¿Qué haremos si son insurrectos?

Lleguemos a la’Bana el 12 de Septiembre. Desembarcamos en lanchones por el Muelle de Caballería y nos llevaron, formados y desfilando, por la calle Neptuno hasta el Castillo del Príncipe a un campamento al lado de las vías del ferrocarril. Ni imaginábamos que ese cacharro de puro jierro existía. Por cierto, que al llegar vimos que lo que nos dijo el general Pérez Galdós, de que todos en el Batallón eran canarios, no fue la verdad. La mitad eran de Baleares y no los entendíamos cuando hablaban entre’llos. De todas formas, antes de las navidades dividieron el Batallón en dos, uno solo pa’los canarios y otro, igual, pero pa’los de Baleares. Entonces sí que estábamos todos entre paisanos. De los viejos habían más de cuarenta enmedallados por la batalla en la que mataron al general mambí Juan Bruno Zayas por la parte de Quivicán.

Cerca del campamento estaba el Hospital Alfonso XIII y, hasta miedo nos dio, ver que no había sitio ni pa’las chinches de lleno de heridos y, sobre todo, de enfermos que estaban internados con el vómito negro, la fiebre amarilla, la disentería o. incluso, por un total agotamiento físico. Un cabo sanitario nos contó que un soldado palmero, Francisco González Acosta, había muerto de un pasmo del corazón al terminar una marcha de más de un día en el mes de agosto y se cayó al suelo como un machango roto. Nos dijo también que el Hospital Civil Santa Cristina de Güines tenía enfermos hasta en el porche y nos alertó de los jejenes que llamaban “lanceros”, de los “rodadores” y del “bicho candela”, que puede dejar a un hombre ciego. Recalcó lo de la fruta del país y nos advirtió que tuviéramos ojo con las putas, que habían muchas en La’Bana y la mayoría eran canarias, chinas o gallegas, porque la sífilis y las purgaciones también mataban. A las canarias las tenían los negros como brujas. Decían que venían volando de noche, cantando una copla que decía “De Canarias semos/ y de allá vinimos/ jace media hora/  que pa’cá salimos”  y de noche se volvían cantando “Pa’Canarias vamos/ que de allá vinimos/ y con media hora/ hasta allá llegamos”. Nunca le hice mucho caso a ese dicherete porque nunca vide volar a una bruja, aunque se contaba que de Alojera a Hermigua venían en un suspiro.

Ni de pensarlo nos dieron tiempo. Na’más llegados, el día 14, y sin que los más jóvenes supieramos ni disparar, nos llevaron de operaciones a San Felipe. Cada semana hasta diciembre teníamos una o más operaciones de combate. Así me recuerdo de las peorcitas y más trabadas como Potrero de Empresa, Ponce, Los Caballos, las Yaguas, Alquizar….También  cada semana teníamos más de una baja por enfermedades y algunas, pero menos, por fuego de los mambises. Lo más jodido creo que era la conducción que nos encargaron de los convoyes que diban de Artemisa a Cayajabo. Era tan jodida que el propio Capitán General español de Cuba, Valeriano Weyler, al que los cubanos llamaban y con razón “El Carnicero”, nos pasó revista en Artemisa el 23 de noviembre, nos felicitó por la conducción, ascendió a sargentos a cuatro cabos y a segundo teniente a un sargento, concediendo además una medalla militar por compañía. Lo de la medalla era como tocarle un premio a uno porque llevaba una paga de siete pesetas y media, aunque con las penurias, no se si las llegaron a cobrar.

En esa época habían en la provincia de La’Bana, defendida por la trocha de Mariel, unos 20.000 soldados españoles y más de 10.000 guerrilleros irregulares de apoyo y combate, muchos a caballo. Los oficiales españoles eran bastante cabrones con los cubanos, pero más cabrones todavía eran los voluntarios que formaban las guerrillas. Según contaban fueron los responsables del fusilamiento de los estudiantes hace años cuando un militar canario de la guarnición de La’Bana, el capitán Nicolás Estévanez, se fue del ejército español y de Cuba por la vergüenza que le dio aquel asesinato

Cuando  esperábamos la comida especial de la Purísima, día de la Patrona, en que se nos decía que repartirían latas de carne italianas  que había traído intendencia y que, pa’comer ese día, tendríamos arroz congrí con vianda y habría buen vino, mejor ron y un tabaco por cabeza, llegó la noticia de la muerte el día antes, cerca de Punta Brava, de un hijo del general Máximo Gómez, al que llamaban Panchito Gómez, y del general mambí Antonio Maceo, un mulato al que los cubanos llamaba el “Titán de Bronce” y al que los españoles tenían verdadero pánico por sus cargas al machete. Los mató la Guerrilla de Peral que les seguía el rastro desde la Trocha de Mariel guiados por un práctico canario llamado Santana. Todo el mundo pensaba que la muerte de Maceo podría acabar con la guerra por lo que fue motivo de que se agrandara el belingo organizado por los cocineros, pero la alegría dura poco en la casa del pobre y la guerra no amainaba.

Fue, como le decía, por ese entonces cuando el Batallón Provisional de Cuba se dividió en dos, uno pa’los baleares y el otro, con el nombre de “Batallón Provisional de Canarias” se quedó solo pa’nosotros. En la solapa nos espicharon un cacho de metal dorado con las letras “P” y “C”  y nos mandaron pa’San José de Las Lajas, en el centro de la provincia de La’Bana. Lleguemos con los borceguíes que nos dieron en Tenerife toditos desguañingados y las lonas guajiras hechas un trapo que dejaba pasar las niguas. Las niguas son como unas pulgas encarnaditas, que pican y luego juran la pelleja pa’poner sus huevos debajo y nos jodían los pies. Había un cabo del Realejo Bajo, Manuel Dorta Hernández, que hasta que lo repatriaron pa’Canarias por un tiro que le dieron en una pata en la acción de Montes de Caimán a fines del 97, nos las sacaba con una aguja sin romper la bolsa de los huevos. A los que no le salían terminaban por hacérsele una ursula en el pié y hasta a darle la cangrena negra que daba sentimiento ver como se le ponían.

Lo más jodio era cuando nos teníamos que enfrentar con mambises canarios. Muchos del Batallón se pasaban a los cubanos y otros no tiraban porque tenían familia entre los insurrectos, pero también los había que se enruñaban más. Había una jurriada de canarios entre los mambises. Sabíamos incluso nombres de generales como Matías Vega Alemán, Manuel Suárez Delgado, Jacinto Hernández Vargas y Julián Santana Santana que era un hijo de la inclusa de Santa Ana de Las Palmas  que combatía a las órdenes de Maceo. Lo decíamos por lo bajo entre nosotros, pa’que no pensaran los oficiales que íbamos a pasarnos a los mambises. El que más conocíamos era a Jacinto Hernández Vargas, de Guía de Isora, que era alcalde de San Antonio de las Vegas cuando se alzó con su hermano Faustino que murió en la guerra. Lo conocíamos bien porque su tropa, con muchos isleños, operaba por la misma zona que nosotros, en Bejucal, San Felipe, Quivicán, San José de Las Lajas y Güines, donde habían soldados de nuestro Batallón también de Guía de Isora que lo vieron más de una vez, pero se callaban la boca porque eran paisanos. No queríamos toparnos con él. En La’Bana había un periodista palmero de apellido algo así como banguemer, que estaba a favor de los españoles y que pidió a Weyler  fusiles p’armar un batallón de caballería con isleños contra los mambises pero se los negaron. Yo creo que Weyler no se fiaba de nosotros.

¡Pa´que voy a seguirle contando penurias! Al empezar el 98 los españoles les dieron a los cubanos lo que llamaban “autonomía” pero eso no frenó la guerra. Seguíamos, una semana sí y otra también, con operaciones, marchas, vigilancias y, sobre todo, hambre y miserias. Día bueno era si había arroz, tocino y yuca y si no teníamos heridos o enfermos. D’estos algunos tenían mucha suerte porque los repatriaban pa’Canarias. Me acuerdo de un par de herreños, Eulalio Armas Padrón y Juan Sánchez, de los gomeros Ambrosio Medina y Francisco Correa Mesa y del teniente güimarero Don Nicolás Pérez Delgado que, después de un tiempo en el Hospital de Güines, los mandaron pa’casa. Hubo muchos más pero no recuerdo los nombres.

Así seguía todo cuando pasó lo del Maine y los yanquis, por el mes de abril, declararon la guerra a los españoles. En el regimiento teníamos canarios que habían estado hasta 1865 en el ejército español en la guerra en Santo Domingo que es otra isla cerca de Cuba. Esos, a los soldados de Estados Unidos, los llamaban“gringos” y algunos cogimos ese guineo. Los españoles  temían que los yanquis desembarcaran cerca de La’Bana y nos destinaron a la vigilancia de las playas de Bacuranao a unos 15 o 20 Km. de la capital y del tren a Campo Florido, pero llegó agosto y todo parecía parado. Los yanquis no desembarcaban, las partidas mambises no atacaban y la provincia estaba tranquila. Ese mes los españoles se rindieron y entregaron la isla a los yanquis, pactando retirarse antes de fin de año, dejando a los verdaderos cubanos, los mambises, con el culo al aire en manos  gringas.

El último día de septiembre los españoles disolvieron el Batallón Provisional de Canarias y nos reembarcaron en el vapor correo “Puerto Rico”, isla que también abandonaban a los yanquis, de vuelta pa’Tenerife con una licencia de tres meses por “repatriados”. En ese mes fueron muchos los canarios que, pensando en lo que les esperaba de vuelta a las islas o porque tenían ya novia cubana,  desertaron y se quedaron en Cuba. Al Palomo y a mí nos quedaba entoavía casi un año de ese puñetero “servir al rey” pero teníamos magua de las islas y volvimos pa’ca, aunque yo estuve tentado de desertar y quedarme, sobre todo al enterarme que desde abril habían llegado a Canarias  tropas de infantería y artillería desde España en los buques “San Francisco” y  “Antonio López”  porque pensaban que tras de Cuba nos tocaba a nosotros en las islas. Podía ser, porque el Capitán General Montero había publicado un bando en mayo declarando el estado de guerra en toda la provincia de Canarias. Yo pensaba, ¡a que salimos d’esta y nos vamos a quedar tiesos en una playa canaria! Pero claro, aunque ningún sitio es gueno, vale más morir uno en casa.

A Gomera llegamos por separado Sebastián Palomo y yo porque a él lo repatriaron desde Santiago con los prisioneros que hicieron allí los gringos. No llegaron a Canarias hasta mediados de febrero de 1989 todos en el vapor “Pío IX”  a Las Palmas. De allí a los 114 que venían naturales de Tenerife, Palma Gomera y Hierro los reembarcaron pa’Santa Cruz. Solo algunas familias fueron a recibirlos pero, como pasó cuando llegamos nosotros, no hubo charanga militar de tambores y cornetas, ni mandos militares, ni curas, ni gentío como habían ido a despedirnos cuando salimos pa’Cuba, y es que la derrota siempre es amarga y triste pa’l que la sufre. La que sí estaba era la Cruz Roja porque venían cinco enfermos graves, entre ellos el gomero Manuel Darias González. En marzo siguieron llegando a Tenerife soldados repatriados, entre ellos un pobre palmero del Batallón de Borbón, Lucas Rodriguez, con un brazo cortado de un machetazo de un mambí de la partida del general Máximo Gómez en Sabana de Camagraní.

 De allí, en falúa, pa’casa en Gomera. Palomo se quedó en la Villa hasta que, buscando trabajo, se vino pa’Hermigua donde corrían más perras que en la Villa. Al principiar el verano nos reunimos en una bodega de unos amigos en Taguluche del Norte  como una docena de compañeros todos repatriados de Cuba. Entre ellos Francisco Correa y su primo José Correa Gómez, José Calero Martín, Feliciano García, Elías Medina Aguilar, Gregorio Plasencia y Manuel Padilla. Además de jareas de viejas que trajo el Palomo, no sé si pescadas por él, habíamos llevado dos grandes quesos de Inchereda y otro hecho almogrote, matado una machorra, batatas y ñames guisados, todo p’armadero del vino de Taguluche que, pa´mi, es de lo mejor de la isla. Pa’los postres gofio con miel de palma y torta cuajada. Nos jartamos acordándonos de las hambrunas que pasamos en Cuba cuando cualquier jarijo que se pudiera masticar nos bastaba pa’pasar el jilorio. Luego, bien arregostados, al calor de una botella de ron del alambique “La Criolla”, el mejor de la famosa destilería “El Infierno”, que me había traído de Cuba, pegamos a contar cada uno como lo habíamos timoniado. El relato que más meritó la pena fue el del Palomo. Nos contó, con todas las señas, como fue lo de Santiago y los pelos parecían punchas de lo empuntados que se nos pusieron. Se lo voy a contar pa’que vea como fue aquello de Cuba pa’l Palomo y los pobres que estaban allá.

Pegó a decirnos que ya, desde lo del Maine en febrero y el bloqueo naval de los yanquis, se barruntaban todos que Santiago, con su base naval, era un punto clave, mucho más cuando por abril bombardearon Matanzas. Los oficiales nos decían que la flota española, la de Cuba y la de Filipinas, era más poderosa que la yanqui. También nos lo decían los que sabían leer y veían los periódicos, y eso nos daba algo de confianza pero, na’más empezar mayo, llegó la noticia de que en Filipinas los yanquis habían destruido toda la flota española de esa parte del mundo. La flota española de Cuba, que mandaba un almirante que llamaban Cervera, entró a la bahía de Santiago a mediados de mayo y a fines del mes una flota yanqui bombardeaba Santiago por primera vez. Dispues los gringos intentaron hundir uno de sus propios barcos pa’taponarle a los barcos españoles la salida de la bahía pero, aunque no lo lograron, el cardumen de barcos gringos no dejaban ni entrar ni salir de Santiago y nos bombardeaban por todos los lados. Las tropas yanquis desembarcaron por Daiquiri y Guantánamo algo más de mediados de junio y se plantaron en Las Guásimas. Allí, por el día de San Juan, fueron los primeros enfrentamientos quedándoles el camino libre.

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